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jueves, marzo 28, 2024
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Vuelo 742 (Fin): Una hora… mil destinos (Seriado)

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Una hora … mil destinos

“No pares”, jadea Olinto Grey, con Lucrecia encima, en un mover de caderas que es un infierno.

“Están muy descolocados”, José Miguel observando la entrada táctica de los funcionarios.

“Vamos donde la tía”, Miranda e Isabel saliendo con Faraón.

“Se portan bien”, Lino Connell a sus hijos mientras descienden del auto al llegar a la casa del supermercado.

“¿No vas a almorzar, amor?”, Carmen, la esposa de Lino Connell.

“Ya verán esos pendejos cómo saco ese avión como una pluma de esa verga”, Emiliano Savelli Maldonado al espejo donde se acomoda la corbata.

“Dios nos ampare, tengo una mala corazonada”, José Gregorio Silva, primer oficial a una de las azafatas con quien comparte un café.

Helen: “No tardes mi Jaime, te espero llena de urgencias”.

Arturo: “Dicen que están construyendo un aeropuerto nuevo para sacar este de aquí; ¿por cierto, dónde está Carlos?”.

Susana: “Papi, me compras una chupeta?”.

Sonia Llorente, esposa de Luis Aparicio: “No sé: algo me da mala espina con ese viaje”.

Romer Áñez, guardia nacional: “Esa mujer va a ser mía, tarde o temprano”, mirando pasar a Zore.

Zore: “Este chico es el hombrecito que yo necesito”.

Milton Oreste: “Esas carajitas me las voy a pasar por aquí”, se soba la bragueta, se relame los labios.

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Harry Gibson: “Este calor de Maracaibo es un infierno, cómo me gustaría estar en los tepuyes disfrutando de las palmeras”, le dice a un gato…

Amelia Lara Faría, por teléfono a su marido Gustavo Ruiz Guzmán: “Te guardé ensalada en la nevera…”.

Magdalena Cámbar: “Que se haga la voluntad del Señor”.

Alfonso Duque, reportero de Panorama a su jefe Adalberto Toledo Silva: “No me tardo, reposo un poco los pies, almuerzo y viene por mí”.

Ernesto mirando a Gabriel José, quien acomoda cosas en el camión: “¡Si supiera cuánto lo amo!”.

Pipo Hernández, periodista de Panorama en el aeropuerto: “Voy a fumarme un cigarrito afuera, Zárraga”.

Esther, prima de Jaime: “¿Te gustan?”, le pregunta a su amante mientras juega con sus pezones.

Juan Carlos, vecino de Mathías: “Ese muchacho sí es bobo”, mientras Mathías persigue una mariposa.

Diana, el amor de Mathías: “¿Las niñas nos podemos enamorar?”.

Patricia Paz: “¡Lo que faltaba, que se jodiera esta verga!”, se le para el reloj.

Rafael Bernal: Mi amor, no tardo”.

Jaime Villarreal: “Como estudiantes debemos integrarnos a las comunidades y apoyarlos”.

Germán Gil: “Qué falta me hacen esos evangélicos, ¡coñoelamadre!”.

Canacho: “Hay una verga fea en el aire”.

La “Víbora”: “Vos siempre con tus vainas pavosas”.

Romelia: “¡Dios, Dios, Dios…!”, se masturba en el baño embadurnada con las cremas de Lucrecia para la piel.

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Emiro Torres: “Se les explotó el cerebro a esos coños… ¡fingir una selva con materos!”.

Ribas e Isabel escuchan los pajaritos y saborean las guayabas maduras.

Irma a David: “Tenemos que casarnos porque estamos en pecado”. David mete la mano, registra su sexo, están ocultos tras el baño alejado de la enramada, bajo los árboles de níspero.

Entonces llegan las 12.05

-¡Mierda, mierda, se nos acaba la pista, capitán!

-¡Coño, Dios mío! -Emiliano Savelli gira a la izquierda; el avión no obedece mandos, por su voluntad voltea. Explota, arde…

-¡Dios mío, Dios mío! -los pasajeros en una sola y última voz.

¿Merecíamos esto?

En toda la ciudad y sus alrededores no había un carpintero de obra mejor. Tenía en los ojos las justas medidas para los encofrados, una habilidad asombrosa para moverse en las alturas, se ponía los clavos en la boca donde hacía espacio para un cigarrillo impenitente, tomaba cervezas por las tardes y hasta bien entrada la madrugada. Era Ovidio Guerra, un moreno de la costa colombiana a quien, de seguido al conocerlo, le encontrabas el enorme parecido con Nat King Cole.

El 17 de marzo estaba sobre la azotea de un edificio en construcción. Subió al andamio para instalar unos perfiles de gotero. Dirigió su mirada a la derecha. Aún humeaban los escombros de las humildes viviendas en Ziruma, de las casas en La Trinidad. Los gigantes motores del D-C9-30 los habían arrumado en un costado del edificio central de Grano de Oro; el área era muchos metros a la redonda, en el centro las huellas del golpe de la nave, dispersos los escombros, era destrucción, era fuego negándose a apagar, porque el combustible del avión se hacía una sustancia hirviente.

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Allí había estado hacía pocas horas, debió estar entre los muertos o heridos o desintegrados, hechos polvo y cenizas que se calcularon como treinta en número. Los bares, las casitas donde se vendía cervezas con “picó”, música de fiesta, vallenatos, cumbias de su país, ahora era un lamento, una herida, un hueco, un agujero de tristezas. La Trinidad, Ziruma no estaban heridas ellas solas, estaba herida la ciudad completa, Maracaibo estaba postrada sin poder entender.

-¿Merecíamos esto? -se preguntó, soltando una bocanada de humo. El viento sacudió el andamio. Las piernas de Ovidio tambalearon, una de las cuerdas atadas a la viga se soltó, el carpintero se desplomaba sobre las tablas, pero, se detuvo en seco a los pocos metros de la caída, Ovidio vio la mano que hundió la cabilla en la grifa, allí se anudó la cuerda.

-No pasa nada, viejo Ovidio -le dijo Jaime Tinoco, sonriente, asomado del alero.

-¿Tú qué haces aquí, Mito?… pensé que habías…

-Busco a Helen… ¿la ha visto por aquí?

-Helen debe estar donde llevaron los heridos, los quemados.

-¿Dónde es eso?

-En el Hospital Universitario, es aquel que se ve allá… Cuando volteó para agradecerle que le había salvado la vida, Jaime Tinoco no estaba allí.

Bajó para calmarse. Fue donde estaba Fernández, un tosco  “güinchero”, sordo, de temperamento nervioso.

-Casi se mata, viejo Ovidio.

-Eche, sí, si no es por Jaime no la estaría contando. ¿Lo viste pasar?

-¿Jaime? Por aquí no ha venido nadie, viejo Ovidio, en la obra nada más vinimos usted y yo.

-¿Entonces a quién viste que paró el andamio, hombe?

-Una luz, como el sol saliendo de las nubes, eso vi, una luz.

El médico Mauricio Soto, doctorado en caumatología, estaba de guardia en el Hospital Universitario cuando la radio informó de la tragedia. De inmediato disparó las alarmas. Formó un equipo de 11 médicos y seis estudiantes del último año a quienes reunió en su consultorio.

-Van a empezar a llegar los heridos de la tragedia. Quiero que se organicen en grupos de tres. Los pacientes vamos a separarlos en dos secciones, del lado derecho aquellos que sabemos podemos salvar, y del lado izquierdo aquellos para quienes es casi nulo lo que podamos hacer y morirán irremediablemente para ellos, aliviaremos el dolor con potentes medicamentos.

-¿Y cómo sabremos quiénes podrían salvarse, doctor Soto?

-Espero que abran bien sus mentes, su atención, su concentración, voy a darles en un curso de 15 minutos lo que deben saber sobre quemados y quemaduras. Una persona con quemaduras de…  -comenzó a preparar al equipo de médicos cuando el hospital entró en la desesperación. Sirenas de ambulancias y automóviles se escuchaban afuera, bullicio. Desde la emergencia los ayes, los dolores, el llanto desgarrador de personas que llegaban unas de pie, otras en camilla, pacientes cuya piel se les desgarraba, carne viva ardorosa donde hubo piel, pacientes sin rostros, sin ojos, sin labios, otros sin manos. El fuego, la nafta, les había causado lesiones horrendas. Quienes no gritaban, no se lamentaban, por lo general estaban muertos. Los médicos los remitían, de inmediato a la morgue de la Escuela de Medicina, donde en un mesón se comenzaban a arrumar restos de víctimas para identificación.

Carmen, esposa de Lino Connell, fue una de las fallecidas, a quien sus hermanas lograron identificar y saber que eran sus restos por la dentadura.

A otros se les identificó por las ropas chamuscadas que quedaron adheridas a los cuerpos hechos carbón, como el caso de la esposa de Bernal.

Para las 8.00 de la noche, en la Unidad de Caumatología se habían sumado 11 muertos a los 31 que habían ingresado. Mauricio Soto dormitaba en su consultorio. Un hombre de blanco, resplandeciente, lo despertó:

-Doctor, estos pacientes requieren su ayuda -le mostró los dos nombres en una lista sobre el escritoro.

-Vamos, vamos -dijo el doctor Soto al llegar, en verdad se requerían de sus conocimientos. Rápido, pongamos… ¿dónde está el bachiller que fue a llamarme? -preguntó.

-¿Cuál doctor?, nadie se ha movido de aquí.

-Un joven muy elegante….

-Vimos a un joven que preguntó si había alguna paciente de nombre Helen, pero se desapareció así como lo vimos cuando cruzó el ventanal.

Recuerdos que no se quemaron

-Cuéntame otra vez cómo te salvaste, abuelo Germán Gil -preguntó Rafael José, un chico de cabellos amarillos, ojos grandes. Era el lunes 15 de marzo de 2021.

-Casualmente, mañana 16 se cumplen 52 años que volví a vivir -dijo el viejo. Me tenían amarrado en el baño. Ese día estaba muy angustiado, los evangélicos no dieron su culto, me hacían falta los cánticos, los sermones. Eso me calmaba mucho. Canacho y la Víbora, los hampones que me tenían cautivo, estaban inquietos. La Víbora presentía una vaina, según él mismo decía, a medio día escuchamos un golpe que derribó la ventana del costado, Canacho y la Víbora tomaron sus pistolas, fueron pegaditos a la pared hasta la sala, se escuchaban pasos, lanzaron algo que detonó débil, como un cohete mojado, entonces, la explosión, las llamas que se levantaron a pocos metros de donde estaba.

-Ay, mi madre, escuché muchas voces desesperadas. Canacho y la Víbora junto a los policías salieron en llamas fuera de la casa que se consumía del baño en adelante. El calor era horrible, como pude me derramé encima un tobo, entre aquel infierno, fuego y humo, lo vi.

-No ha pasado nada -me dijo calmándome, me desató, salgamos por aquí, tumbó de una patada la pared-. ¡Siga, corra, yo tengo que rescatar a mi Helen! -Corrí sin saber dónde estaba, tres cuadras abajo, cuando el calor mermó un poco voltée a mirar: aquello no lo podía creer, una parte del avión ruedas arriba en llamas, donde había casas era como si hubiese estallado una bomba, hierros retorcidos, gritos desesperados, de los alrededores unos corrían a ver, a tratar de ayudar, otros se iban espantados.

-¿Como las Torres Gemelas, abuelo?

-Así es, Rafito, como las Torres Gemelas.

Los niños se marcharon, Germán Gil siguió recordando. Días después se identificaron los funcionarios muertos en la tragedia del avión en cumplimiento de sus funciones, entre ellos Campos Lozano. Como a la 1 de la tarde Germán Gil logró que le prestaran un teléfono por El Naranjal.

-¡Aló!

-Sí, dígame, ¿con quién quiere hablar?

-Romelia, soy Germán, comuníqueme con Lucrecia.

-¡Bendito sea Dios, es el señor Germán! -gritó emocionada, afectuosa. Lucrecia corrió al teléfono.

-¡Amor, eres tú…!

-Sí, Lucre, estoy libre, alguien me rescató, pero…

-Si, amor, ha ocurrido una desgracia, un avión se cayó en…

-De allá vengo, estaba allí cerquita de donde pasó eso.

-Dios santo, ¿cómo te salvaste, cariño?

-Después les cuento, vengan a buscarme, eviten el aeropuerto, La Trinidad, yo estoy por El Naranjal.

-Ya vamos por ti, mi vida, ten calma.

La separación

Durante seis meses, Lucrecia trató de sostener en secreto su relación con Olinto Grey.

-Olinto, mi amor, Germán es un hombre noble, en realidad lo amé con el alma, mi vida tuvo sentido cuando lo conocí, era una muchacha de pueblo sin muchas expectativas, él me sacó del pueblo, me hizo lo que soy, pero, me enamoré de ti, voy a pedirle el divorcio para que vivamos juntos y no tengamos que seguir ocultando lo nuestro.

-Estoy de acuerdo, nos casamos y nos vamos lejos.

La tarde cuando Lucrecia le contó de sus amoríos con el jefe de la Judicial, Olinto Grey, fue otro duro golpe para Germán Gil.

-Cariño, por eso quiero que nos separemos -le dijo.

-Si es lo que quieres, pues nos separamos.

Sumido en sus recuerdos, Germán Gil rememoraba el rostro de aquel misterioso hombre que lo había rescatado del infierno.

-Germán, viejo, tienes una videollamada -una mujer en los 70 años, aún bella, le entrega el teléfono.

-Hola, Germán, ¿cómo estás? -Lucrecia en la pantallita.

-Bien, bien, cariño, ¿tu cómo estás?

-Muy bien, aquí en España, Olinto te manda saludos -el ex jefe policial se acerca a la cámara. Una breve conversación sobre el clima, las cosas más superficiales y vanas como eran siempre las conversaciones con Lucrecia.

-Amor, toma, era Lucrecia -le devuelve el celular, ve la quemadura en su mano derecha, la toma con cariño, con ternura, la besa.

El descubrimiento

Los diarios reportaban que en la tragedia del avión de La Trinidad habían desaparecido no menos de 30 personas. Conjeturaban que eran extranjeros, habitantes humildes de Ziruma, quienes se hicieron polvo, cenizas en sus casas de latas, palmas, cartón. Jaime Tinoco, cansado de buscar a su Helen, dio por sentado que ella estaba entre esas víctimas borradas por el fuego, pero en su cabeza no se disolvía la imagen de verla salir de la casa en medio del humo.

El último lugar donde nunca había ido a buscar era el cementerio Corazón de Jesús. Hasta allá fue. Era domingo 16 de marzo, justo como ese fatídico día. En las entradas las ventas de flores. A la distancia vio la mujer tomada de la mano de un señor y una niña.

-¿Dónde he visto a ese hombre? -se preguntó, acercándose. Los siguió, guardando distancia.

-¡Ah caramba!, es el ganadero -dijo.

La mujer que lo acompañaba se quitó unos enormes lentes de sol… era Helen, su Helen, no podía creerlo, allí estaba sana y salva, cómo no pudo hallarla, cómo no pudo saber de ella, cómo ella no lo buscó nunca, si ella me quería cómo es posible.. se recriminaba. Los vio acercarse a una tumba, una lápida sencilla en forma de una Biblia abierta sostenida por dos ángeles donde leyó: Jaime José Tinoco Vergara 25-03-1950 –  16-03-1969. Allí Helen posó tres rosas blancas. Descansa en paz, mi Jaime.

Con el fuego a sus espaldas, Helen daba traspiés entre una nube de humo áspero que la perseguía, un ardor en la mano derecha. Cuando está a punto de caer… una mano saliendo de la espesura la sostiene.

-¡Corre, corre, no mires para atrás, no te detengas! -ella obedece. En unos 300 metros que parecen infinitos salen del humo, la gente agolpada en las aceras.

-¡Ayúdela! -le dice el hombre a una señora.

Buscan un paño suave, le vendan la mano. La dejo en buenas manos, me llamo Germán.

-Soy Helen, Helen… gracias señor -así se conocieron.

-Estoy muerto -dijo Jaime, mientras Germán Gil tomó la mano de Helen con la cicatriz de la quemada y la besó.

FIN

Josué Carrillo

Agradecimientos: A Edgardo Pineda (Panorama), José Ángel, Nelly Valbuena, de la Hemeroteca Eduardo López Rivas, y Gilberto Cortez por su estímulo y consecuente amistad.

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