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Carlos Vives: Una lección inolvidable (Carlos Eugenio Colina)

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Carlos Vives es un personaje que se fugó de una de las novelas que nos quedó debiendo Gabriel García Márquez, salvo pruebas en contrario.

Es más, me atrevería a afirmar que su escape lo hizo a bordo de la piragua de Guillermo Cubillos, protegido por el ejército de estrellas que siempre seguía a la embarcación, para “tachonarla de luz y de leyenda”, al decir del autor José Alberto Barros.

Las bien pensadas y mejor sentidas letras de las composiciones de este ilustre paisano constituyen refrescantes oasis de poesía en el estridente mercado persa musical contemporáneo, en el cual el marketing impone el ritmo, privilegiando al perreo y al meneo sobre el verso.

Aclaro: lo de paisano alude al sentimiento grancolombiano que nos legó Bolívar y nos hace “hormigas de la misma cueva” -Andrés Eloy Blanco, dixit– a todos cuantos nacimos en esta América morena, donde se puede asegurar que existen muchos macondos y dorados por descubrir. Para muestra un botón: Carlos Vives y Shakira le están dando la vuelta al mundo y a la gloria en una bicicleta, emulando las conquistas -y los dólares- que en otras pistas alcanza su compatriota Nairo Quintana.

Estas líneas son para agradecerle a Carlos Vives el grato recuerdo de mi maestra de primer grado que, a la inversa de la Carito de su melodía, hablaba el inglés poquito, pero también “tenía unos ojos bonitos que hablaban muy bien por ella” y descubrió las palabras claves para llegar al corazón de sus alumnos. Entre ellos yo, que sentía que me dedicaba sus mejores frases, enmarcadas en el rojo semeruco de sus sonrisas, que me imagino tenían el dulce sabor del cundiamor de los montes paraguaneros.

Ella -se llamaba Lesbia- me enseñó a amar las vocales cuando las engarzaba con las consonantes en la pizarra de la escuela Manuela Weffer de Romero, en un pueblito llamado Buena Vista, donde viví mi adolescencia al amparo de los pantalones de mis tíos y las faldas del cerro de Santa Ana.

Sin embargo, siempre percibí que no se limitaba a escribir sino que b-o-r-d-a-b-a- las frases, con su impecable caligrafía, lo que me despertó tempranamente mi vocación por convertirme en un orfebre de palabras, oficio en el que aspiro permanecer hasta mis últimos días.

Gracias a mi maestra Lesbia, quien seguramente estará en el cielo, por enseñarme con amor que las palabras, por tener esencia de eternidad, son lo más trascendente que tiene el género humano, hasta el punto de servir como epitafio.

Gracias a Carlos Vives, que con su talento e inspiración nos permite mantener vivos en el recuerdo a quienes no merecen estar en la tierra del olvido.

Manuel Eugenio Colina

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