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Y Jesús lloró… Por los Amigos, por la honra del Amor

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Al ser un hombre, no debe extrañarnos el hecho que Jesús llorase. Sin embargo, cuando el apóstol Juan describe para la posteridad, el estresante momento que precedió al milagro más extraordinario de los realizados por el galileo, comprendemos que esas lágrimas se derramaron como una declaración de Amor y Amistad hacia la Humanidad.

Eran días difíciles para quienes seguían al Maestro. El Sanedrín, tribunal que dirigía los designios religiosos, sociales y penales de los judíos de la época, tenía casi tres años siguiéndole los pasos, preparando el golpe final.

Estando en Perea, unos mensajeros le informaron de la enfermedad del amigo y Jesús, tranquilo, les respondió que el padecimiento del hermano de Marta y María no era de muerte.

Transcurridos dos días, ya nadie se acordaba del enfermo cuando Jesús dijo muy serio a quienes lo rodeaban: Lázaro ha muerto.

Rumbo a la boca del lobo

Las sorpresas llegaron plurales, pues si Jesús había asegurado que el padecimiento de Lázaro no era de muerte, y ahora el propio Nazareno decía que lo peor había ocurrido, la decisión y acciones siguientes fueron de angustia mayor, cuando el carpintero pescador de hombres expresó “Vayamos a Judea otra vez”.

Teólogos y estudiosos del tema coinciden en que la frase cayó entre los discípulos como una bomba, pues sabían el riesgo que corrían en Jerusalén y sus alrededores, pues los judíos lo andaban buscando para apedrearlo.

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El sacerdote Louis Claude Fillion, quien fue consultor de la Comisión Bíblica Pontificia y un consumado escritor, fallecido en 1927, describiría estos sucesos con el fervor de quienes ven a Jesús desde su cotidianidad, desde el vivir del hijo de María y José: “Ningún otro milagro ha sido narrado de modo tan completo, con todas sus particularidades, principales como accesorias. La narración es de una belleza y una frescura incomparables: en ninguna otra los biógrafos de Jesús mostraron tan cabal conocimiento del arte de la composición, visible hasta los más nimios pormenores.

En particular los personajes están admirablemente dibujados: Jesús, quien se nos presenta tan divino, tan humano y tan amante; el apóstol Tomás con sus palabras sombrías, pero esforzadas; Marta y María, con los finísimos matices de sus distintos temperamentos; los judíos, muchos de los cuales no se enternecieron ni ante las lágrimas del Salvador ni de la mayor parte de los asistentes. Lázaro es el único que queda en la oscuridad.

La transparente veracidad del relato en nada cede a su belleza. Muchos pormenores minuciosos, que a nadie se le hubiera ocurrido inventar, demuestran que el narrador es un testigo ocular, digno de fe, que cuenta lo que ha visto con sus propios ojos y oído con sus oídos. Cada paso y cada movimiento del Hijo de Dios, sus palabras, su estremecimiento, su emoción, sus lágrimas, todo lo que hay de más íntimo, ha quedado indeleble en el corazón del escritor sagrado que nos lo ha transmitido con escrupulosa fidelidad”.

Reto y consagración

El séquito del Maestro emprendió el camino hacia Betania, con las preocupaciones propias de tener a los fariseos husmeando todos sus movimientos, esperando la mínima excusa para destruir al Nazareno.

Ya cerca de su destino Jesús envió un mensajero, pero dejemos que sea el apóstol Juan quien hable del prodigioso evento: “Habiendo dicho esto, fue y llamó a María su hermana, diciéndole en secreto: El Maestro está aquí y te llama. Ella, cuando lo oyó, se levantó de prisa y vino a él. Jesús todavía no había entrado en la aldea, sino que estaba en el lugar donde Marta lo había encontrado. Entonces los judíos que estaban en casa con ella y la consolaban, cuando vieron que María se había levantado de prisa y había salido, la siguieron, diciendo: Va al sepulcro a llorar allí. María, cuando llegó a donde estaba Jesús, al verlo, se postró a sus pies, diciéndole: Señor, si hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano. Jesús entonces, al verla llorando, y a los judíos que la acompañaban, también llorando, se estremeció en espíritu y se conmovió, y dijo: ¿Dónde le pusisteis? Le dijeron: Señor, ven y ve. Jesús lloró. Dijeron entonces los judíos: Mirad cómo le amaba. Y algunos de ellos dijeron: ¿No podía éste, que abrió los ojos al ciego, haber hecho también que Lázaro no muriera?”.

Las gentes de Judea, Perea y hasta de Galilea, se acercaron a Betania. Muchos, desde la lógica de la raza humana, al decir del arzobispo estadounidense Jhon Fulton Sheen, declarado por la Iglesia católica como un “venerable siervo de Dios”.

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“De la misma manera que el sol brilla sobre el barro y lo endurece, y brilla sobre la cera y la ablanda -escribió-, así este gran milagro endureció algunos corazones para la incredulidad y ablandó a otros para la fe. Algunos creyeron, pero el efecto general fue que los judíos decidieron condenar a muerte a Jesús”.

Increíble; los enemigos del Maestro nunca negaron sus milagros; nada hubieran tenido que temer a Cristo, si éste hubiera sido un impostor. Era el conocimiento de su poder divino lo que los empujaba a la acción, porque eso era lo que lo volvía verdaderamente peligroso. Estrecharán el cerco, no porque lo crean un impostor, sino porque se dan cuenta de que no lo es.

La honra por los amigos

Jesús lo supo siempre: tenía razón en el fondo Tomás, cuando lo alertaba al decir que subir a Jerusalén era ascender a la muerte. Jesús se metió en la cueva del lobo y lo azuzó con un milagro irrefutable. La resurrección de Lázaro no dejaba escapatoria: o creían en él o le mataban. Y habían decidido no creer en él. Por eso esta resurrección era el sello de su muerte.

Lo dice Juan el apóstol: Jesús, profundamente conmovido otra vez, vino al sepulcro. Era una cueva, y tenía una piedra puesta encima. Dijo Jesús: “Quitad la piedra”. Marta, la hermana del que había muerto, le dijo: “Señor, hiede ya, porque es de cuatro días”. Jesús le dijo: “¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios?”. Entonces quitaron la piedra de donde había sido puesto el muerto. Y Jesús, alzando los ojos a lo alto, dijo: “Padre, gracias te doy por haberme oído. Yo sabía que siempre me oyes; pero lo dije por causa de la multitud que está alrededor, para que crean que tú me has enviado”. Y habiendo dicho esto, clamó a gran voz: “¡Lázaro, ven fuera!”, Y el que había muerto salió, atadas las manos y los pies con vendas, y el rostro envuelto en un sudario. Jesús les dijo: “Desatadle, y dejadle ir”.

Marta, María y Lázaro fueron amigos entrañables de Jesús. Con ellos, de seguro, se tomó su tiempo para mirar el paisaje, conversar sobre sus penas y sus regocijos porque Jesús no hubiera sido hombre, si no hubiera tenido verdaderos amigos.

Verdaderamente, Dios se presenta como amigo de los hombres en las sagradas escrituras: Sella un pacto de amistad con Abrahán (Is 41, 8; Gén 18, 17), con Moisés (Ex 33, 11), con los profetas (Am 3, 7) y al enviar a Cristo se mostró como amigo de los hombres (Tit 3, 4).

Llorar en Betania fue un acto conmovedor, porque aun firmando con la resurrección de Lázaro su destino como mártir del Amor, Jesús honró la amistad por sus seres queridos; honró su apego a la humanidad.

Noticia al Día / JCG

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