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Dario Escobar, el sacerdote que lo dejó todo y vive en una cueva desde hace 23 años en el Líbano

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Él dice no ser un santo, pero allá lejos en el Líbano, en la ermita en la que pasa encerrado 24 horas del día de las que dedica 14 a la oración, tres al trabajo, dos al estudio y cinco para dormir, el sacerdote colombiano Darío Escobar sabe que es toda una celebridad, solo que los votos de humildad que juró cumplir hasta la muerte no le permiten reconocerlo ni serlo.

En ocasiones no puede salir ni a la puerta, la fama de hacedor de milagros ha corrido de boca en boca y el silencio y la vida contemplativa elegida por el padre Darío hace 23 años pareciera relegarse, pero él, templado en su vida de ermitaño como se tiempla una espada en el fuego, no se deja seducir por las tentaciones de la vanidad, y vuelve a su vida de silencio y oración.

“El ermitaño es una persona entregada a la oración y al trabajo. Oración por todas las necesidades, por los enfermos. El Líbano es la tierra de los ermitaños”, relató en una ocasión al español Sergi Unanue en una entrevista que quedó plasmada en el canal de YouTube, Los Viajes de Walliver.

Aún así, al padre colombiano lo buscan para predicciones y todo porque un día, en medio de una conversación con un parroquiano, expresó que algo iba a suceder y tiempo después pasó tal cual; también es buscado desde el día aquel en que una mujer lo buscó para pedir consejo —que parecía más la petición de un milagro—, porque no podía quedar en embarazo, y el sacerdote ermitaño le sugirió que le pidiera en oración un hijo a San Chárbel, un religioso maronita libanés que meses después no tuvo reparos en concederle el milagro.

“Normalmente, no hablo con nadie, pero a veces hay gente que cree que un ermitaño conoce necesariamente el porvenir y viene a preguntarme si encontrará un novio o un trabajo”, explicó alguna vez en una entrevista en el 2009.

A sus 88 años de edad, el padre ermitaño Darío parece un personaje de antaño. Su barba larga y blanca, su gorro de capucha, su hábito de monje y su tez clara y arrugada por el paso indeleble de los años le da un aspecto de médico o de alquimista medieval, de esos que aparecen en series de reyes y castillos y que tenían la sabiduría escrita entre papiros y tinta con plumas.

Pero el padre Darío poco o nada sabe de los menesteres del engreimiento o la fatuidad, pues hace muchos años no se ve al espejo y tampoco mira noticias ni televisión. No lee la prensa, no tiene un teléfono celular ni consulta internet. “Aquí no hay noción del mundo, No hay ni teléfono, ni radio o televisión. Las noticias que sé es porque la gente me las cuenta”, relata Escobar.

Por eso su vida, desde el año 2000 es símbolo de la simplicidad. El padre come lo que siembra al lado del cementerio en el que vive y se acuesta a las 7 de la noche para levantarse a las 12 de la madrugada a hacer de su vida una constante plegaria.

El padre vive en el llamado Valle Santo o Valle de Cadilla, un cañón del norte del Líbano con grandes formaciones rocosas en las que la fe se ha adentrado hasta los confines de las montañas para construir capillas y criptas, y donde según las guías de turismo, el sabio rey Salomón halló la madera necesaria para construir el templo de Jerusalén. En este valle, donde siempre huele a incienso, hay 80 iglesias, monasterios y capillas y es un centro de peregrinación.

En esa soledad, donde el demonio acecha a las almas en oración, el padre dice que ha sentido y visto las tentaciones y los obstáculos del diablo tal y como lo vivió Jesús cuando fue tentado por el mismo Lucifer en el desierto en el que pasó cuarenta días con sus cuarenta noches.

Una vez, recuerda el padre Darío, tuvo un resbalón que lo llevó a quedar justo en la boca de un abismo que limita con su ermita solitaria y sencilla, pero no le pasó nada. Es como si una señal divina le hubiera atajado, hubiera cerrado la fosa del acantilado tal y como Dios cerró la boca de los leones cuando el profeta Daniel fue tirado al foso por, paradójicamente, un rey con su mismo nombre: el rey Darío.

“Cuando uno baja hay un abismo profundo hasta el valle. Yo caí y me detuve, antes del abismo, milagrosamente. Sentí algo blando y ahí todo es piedra. El trabajador que venía conmigo dijo: ‘el diablo no quiere que usted sea ermitaño’. Esa fue una caída en la que milagrosamente no morí”, relata Darío, el ermitaño.

Para el sacerdote colombiano aquel hecho fue como una señal divina que le mostró el camino y lo protegió del peligro; pero, para los habitantes del lugar, el cuento se regó por las montañas como se riega el aire del incienso y desató fuertes rumores que el demonio quería alejarlo de la vida aislada que eligió tener.

“Uno aquí no se siente solo, siempre (está) ocupado y contento”, le dijo el padre Darío Escobar al reportero Sergi Unuane, a quien no le confesó que uno de sus más grandes sacrificios como ermitaño fue dejar de ver el fútbol que tanto le gustaba. Hace 30 años vio el último mundial.

¿Cómo llegó a esa vida?

En 1990, el sacerdote Darío Escobar vivía en Miami, Estados Unidos, donde realizaba consultas matrimoniales y ponía en práctica sus conocimientos en sicología. Un día agobiado por la cotidianidad y vertiginosidad de la vida citadina, le pidió en oración a Dios un cambio. “Un día estaba tan lleno de trabajo que me quejé y dije: ‘¡Dios no puedo más!’ y Dios me habló por medio de la voz interior”, recuerda el padre. Al momento, ingresó a su despacho un sacerdote con quien después de conversar un rato, lo invitó a ir al Medio Oriente. Fue así como ese año, el padre Escobar empacó maletas y terminó en el Líbano. Estuvo 10 años en un monasterio hasta que decidió sumergirse en la vida contemplativa. Al principio fue duro porque no sabía como cultivar la tierra para proporcionarse su alimento, pero después le cogió amor a su nueva vida. “El dinero nunca me hizo feliz, por el contrario, me aportó dolores de cabeza”, dice, y enfatiza en que dejó todo para atender al “llamado de Dios”.

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